10/1/08

CAMINO HACIA EL PUNTO DE PARTIDA

CAMINO HACIA EL PUNTO DE PARTIDA

Nos ha sido dado el divagar, el caminar en círculos, el desarmar para volver a armar los hechos y las certezas. En el ejercicio de recorrer y merodear por las calles de una ciudad tan grande y asfixiante; al observar detenidamente una partícula que se eleva, se compacta y se dispersa envuelta en la polución irradiada por los rayos del sol que nunca son los mismos; uno se atreve concluir que somos deleznables.

En ese camino de construcción y destrucción, fue que conocí a Pedro, hombre de tez morena, contextura delgada y de estatura promedio, amigo de la música y de las compañías desinteresadas. Yo lograba entrever en su mirada el maléfico signo de la búsqueda de una verdad, de algo por lo que se pudiera vivir o morir.

Fue en ese momento que mi espíritu arrogante y curioso me llevo a convertirme en uno de sus mejores amigos. Hablábamos de la obra de Cortazar y de aquella novela memorable llamada La Vorágine. En ese entonces las muchachas eran una aventura deslumbrante; que con el tiempo interpretamos como un juego en el que siempre se concluye en el paraje de inicio.

Fue por ese entonces que abandonamos las distracciones del mundo exterior, es decir, esquivamos esa creación que se ofrece como panacea; nos dimos a la tarea de interpretar nuestro mundo interior, valiéndonos de la reflexión y de las conversaciones en las que la asociación libre era lo primordial. Me arriesgué a intervenir en su mundo interior, arrojé unas cuantas preguntas con la firme intención de merodear en el ático de sus recuerdos... esa es la parte que me alienta a trazar este texto.

Sus ojos melancólicos, grandes y brillantes, se fijaban incisivamente en el vacío, como viendo más allá de lo que se puede ver; su voz se tornaba blanca y glacial, sus movimientos eran casi nulos. Como ya lo pronuncié, la asociación libre era regla fundamental de nuestras conversaciones, así que lo incité a que nombrara lo que primero pasara por su mente; lo que expresó fue encubierto, misterioso, y por lo tanto digno de interpretación.

Sus palabras fueron: “moral viciosa”. Empezamos a disertar sobre ellas, sobre las formas imperceptibles de la vida que se muestran cotidianamente, la insinuación de caminos que se desprenden y se unen; y las alusiones sobre las miradas que siempre enfocan hacia el horizonte... nunca hacia el punto de partida.

Al cabo de días de discusión, llegamos a conjeturar que su historia verdadera era la de siempre, la que su madre le había contado para que no cometiera los mismos errores que ella; la misma de aquel hombre que cambió su herencia por un plato de lentejas, para después volver. Convenimos en que el dicho popular tenia razón, aquel que afirma que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde; Pedro aclaró que tampoco se sabe de lo que se pierde hasta que se tiene.

El fundamento de su retórica era una pequeña historia de amor, yo llegué a escrutar que mi historia era la misma, aunque de temática ideológica. Comprendí por qué algunos filósofos afirman que los extremos terminan por encontrarse. Tanto Pedro como yo habíamos abandonado una cosa por la otra, una mujer por otra, una ideología por otra.

Decidimos no movernos de donde estábamos, no mudar de posición, no alternar con ninguna otra realidad elaborada con esmero por los hombres y las comunidades que buscan desesperadamente un cimiento para existir; decidimos permanecer a la deriva, impávidos y despreocupados. Nos situamos en la carrera séptima, justo frente del edificio más alto de Bogotá. En principio nos limitamos a observar la gente pasar y a formular hipótesis respecto de las posibles historias existentes detrás de cada rostro y de cada traje.

Transcurrieron horas, días, y sin saber por qué, guardamos silencio, nuestros labios se sellaron; nos dedicamos a la infatigable labor de contemplar por medio de todos nuestros sentidos. Perdí la percepción del tiempo, ya habían desfilado meses nuestro cabello había crecido ahora era largo.


Desconocidos de todas partes se acercaban a nosotros, recuerdo al hombre que se movilizaba en un carrito de balineras; no tenía piernas, pero siempre mostraba una sonrisa dibujada en su rostro; ese hombre hacía muchas bromas y se burlaba de nosotros; yo simplemente le observaba. El invalido se ganaba la vida inspirando pesar en las personas. Un anciano de estatura baja y mirada incisiva, continuamente nos decía que no se debía creer en los caminos señalados por las generaciones anteriores, que deberíamos dudar de todo juicio impuesto por la autoridad o el dogma. Ese hombre era posiblemente un pensionado no sabía que hacer con su tiempo libre; considero que por ese motivo siempre se sentaba junto a nosotros unas horas a la semana y nos contaba sus historias; hasta que un día tal vez irritado por el hedor que empezaba a emanar de nuestros cuerpos, sólo se puso en pie y sin mirarnos, refunfuñó lo siguiente: “después de todo, en la vida todo es la misma mierda pero con diferente culo”; no lo volví a ver.

La gente nos llamó desadaptados e Intenté no darle importancia a los comentarios. Los psicólogos nos visitaban, elaboraban hipótesis que nunca llegaron a comprobar, basaron sus estudios en lo que ellos llaman la conducta anormal. Nosotros en cambio los considerábamos ordinarios y comunes. Nos convertimos en atracciones de circo, en fenómenos exóticos; familias enteras nos visitaban los fines de semana. Viajeros de todas partes nos preguntaban por el sentido de la vida; comprobé que no era dueño de ninguna verdad.


Un grupo de hombres que profesaban un credo oriental nos visió una noche, nos contaron sobre la existencia cíclica de las almas y sobre el Baba que habitaba en el cuerpo de un hombre y que escribía cartas a creyentes llenas de recomendaciones.

Empecé a comprender que no era fácil ejercer el estilo de vida que había adoptado, sobretodo en medio de una ciudad en que el ruido y la polución lo invaden todo. La meditación era un reto que sólo se alcazaba en las altas horas de la noche. En medio de la oscuridad de la noche veía a las putas correr y gritar, a los borrachos tambaleándose con las botellas en la mano y a los cacos buscando a cualquier presa.

Fue entonces cuando un día cualquiera una muchacha pasó y Pedro fue tras ella, o por lo menos tras de lo que ella representaba. Se supone que de existir una verdad, una coordenada en este mundo que nos enseñan como un cosmos, seria posible llegar al mismo punto sin importar el camino desde donde se empezara, siempre y cuando la metodología fuera la correcta, sin importar si nuestro conocimiento es deductivo o inductivo. Pedro se levanto, me miró fijamente a los ojos y se fue sin despedirse. Días después me encontraba petrificado en la posición del Buda, mis padres me levantaron del suelo, me acogieron y me auxiliaron. Hoy estoy en casa y aún contemplo los sonidos cotidianos, encerrado en un cuarto, acostado sobre una cama y asumiendo una posición fetal.

2 comentarios:

Maryory Valdés dijo...

Me encanto este relato ¿también e tuyo??

Es una alegoría a la autencidad que para muchos es la locura porque se sale de los canones impuestos por una sociedad que quiere controlarlo todo.

En la investigación dijo...

...uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde... ...tampoco se sabe de lo que se pierde hasta que se tiene...

uf¡¡¡
sin saber. se vive feliz???!!!...